La aurora de Nueva York gime
por las inmensas escaleras
buscando entre las aristas
nardos de angustia dibujada.
No era el mismo vagón donde horas antes había visto rezar a un musulmán que leía el Corán en su iPhone. Ella tenía una maleta con una palabra bordada, "wisdom". En un vestido blanco sucio hablaba de su infancia, de como jugaba en los montones de carbón en un edificio de Harlem y de cómo el bedel la bañaba después, sin nunca jamás tocarla. Era un hombre bueno, décia. Enseguida, señaló con un dedo temblante a una viajera y dijo, la cara retorcida en una mueca de asco, cómo son feos los negros. Ella, en ocurrencia, también era negra.
No era la misma ciudad que removiera el poeta hace más de ochenta años. Él no oyó la china anoréxica que vomitaba en un McDonalds con paredes de papel donde una señora con sombrero hacia su cena dominical. Tampoco habló con Luis que llevaba diecisiete años en la calle matando el tempo con bolsitas de marijuana de cinco pesos desde que dejara Puerto Rico y su familia lo dejara.
Hace más de ochenta años que en Nueva York no llueven gordos millonarios. Pero igual la aurora es la misma. Se le ve gemir en los entresijos del puente de Brooklyn y mientras golpea los charcos en la esquina de una avenida y una calle sin número.
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